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El Paraíso de los Anhelos Perdidos

Eurídice

A las Orillas de la Laguna Estigia

Cuando todo fue cayendo en el Olvido, las viejas restricciones se rompieron. Y muchos de los viejos dioses perdieron todo su poder. Fue entonces cuando Eurídice caminó de nuevo el camino de vuelta a casa, deseosa de encontrar a Orfeo al otro lado del umbral. Soñando que la habría esperado durante todo este tiempo
En el infierno el tiempo se diluía de una forma extraña. Tan pronto tu vida parecía sumamente lejana y olvidada, como parecía que nunca habías nacido, y tu vida no era más que un recuerdo por venir. Aquello provocaba un dolor angustioso y extraño. Una sensación de irrealidad imposible, que se agolpaba sobre las dudas de no saber nunca a ciencia cierta si todo había sido real.
Cuando los dioses cayeron, Eurídice escapó del infierno. Soñó con volver a ver la luz del Sol, con escapar de aquel tormento. Soñó con que Orfeo la seguiría amando por siempre...
...Pero Orfeo había muerto.

Vagó durante años, tal vez siglos, a lo ancho y largo del mundo. Buscándole. Como el recuerdo de una vieja leyenda que ya nadie recordaba. Era el símbolo del amor trágico, y aún muerta, no se disipó del todo como el resto. Finalmente el dolor fue demasiado grande como para seguir viva y decició marcharse.
Y desde entonces vagó a medio camino entre los vivos y los muertos. En las orillas de una inmensa Laguna Estigia. Sin cruzar nunca a ninguno de ambos lados.

El Final del Invierno

EuridiceEl hombre se acercó en silencio hasta ella. Se colocó a su lado en silencio, sin hacer ruido alguno.
- Ha pasado mucho tiempo desde tu viaje. Todavía lo recuerdo.
Ninguno de los dos se miró en ningún momento.
- Nadie me dio lo necesario para realizarlo, pero tú me permitiste realizar la travesía.
- Era un derecho de dioses, aún lo sigue siendo.
Eurídice sonrió.
- Ojala hubiese sido condenada a beber delas aguas de aquel río, en lugar de traspasarlo.
- No era tu destino. Igual que sabías que no podrías volver, por mucho que él quisiera - Su voz era un leve susurro. Pero a la vez audible y perturbadora.
- Lo sé. Pero a veces hecho de menos todo lo que se quedó atrás. Al final él nunca vino.
- Aún queda mucho por hacer. Todo está cambiando. Veo que se avecina un nuevo despertar.
- Sí. Es posible. Este Invierno ha sido ya demasiado largo.
- Puede que por fin sea el momento en que las viejas tradiciones se cumplan de nuevo.
Ambos se quedaron mirando al mar, mientras los primeros rayos de un tenue Sol despuntaban en el horizonte.

Ya no hay Orfeos

Cada respiración era acompañada de un latido fuerte y sonoro, como el eco sordo y seco de un tambor.
Eurídice miraba el mar en silencio. Oía lejano el suave romper de las olas. Callada, cansada de toda aquella existencia vacía. Parecía que el tiempo se había detenido después de aquello, que ya no había días y noches. Que todo el tiempo estaba nublado y gris. Incluso ya había olvidado los días en que corriera por los verdes campos llevando coronas de flores enredadas en el pelo. Todo aquello ya había sido hacía demsiado tiempo.
El sonido de unos pies descalzos como los suyos rozó la arena fina de la playa. Los pasos silencioso a medio camino entre la vida y la muerte. Ella adoraba aquel tacto de sus pies hundiéndose en la tierra reblandecina por el agua salada del mar. Y ahora tampoco podía sentirlo. Él se acercó por su espalda.
- Ya no hay Orfeos ¿sabías? Las historias cambian tanto con el paso del tiempo. Quién lo diría ¿verdad?
Aunque sintió una lágrima resbalando por su carrillo nada emanó de sus ojos claros.

Olor a Mar

Eurídice


Dejé que los días pasasen como pasan cuando ya no tienes nada que esperar. Desde aquel día el tiempo se difuminaba de forma efímero cargado del olor salado del mar.
Aún oía, a veces, a lo lejos, las risas de los niños. Incapaz de verlos en las neblinas del amanecer. Habría llorado si hubiese podido hacerlo. Pero, aún así, sentía la amargura de aquel deseo en mis ojos.
Mi existencia se había convertido en un largo pasear silencioso por aquella ciudad en la que siempre me había sentido una extraña. Ahora malgastaba mi tiempo en ver como la niebla envolvía aquella playa solitaria en los meses de invierno, mientras las olas acariciaban suaves las arenas finas.
Desde aquí todo tenía aquel tono gris y avejentado de los días de Noviembre. Y el olor siempre era húmedo, de madera mojada y podrida, pero ahora me sentía al fin tranquila, sosegada. Era ese tipo de cosas que te cambiaba para siempre tus puntos de vista.

Latidos

EurídiceSentía los latidos de su corazón. Los jadeos y la respiración apagada que se condensaba en fino vaho alrededor de su boca. A aquel hombre no le debían de quedar muchas noches antes de que caminase a lo largo del túnel. Ella lo sabía. Lo miraba mientras dormía tumbado en su sitio. Lo echaba de menos. Había sido su hueco durante muchos años. Y ahora lo ocupaba un drogadicto maloliente que exudaba alcohol. Suponía que dentro de una semana sería el hueco de algún mendigo y dentro de un mes el de alguna adolecente que había huído de casa.
Ella lo miraba de pie. Apoyada silenciosa en la pared. Dejando que el tiempo corriese en aquella noche sin trenes. Siempre la habían gustado las noches de aquella estación. Solía dormir arropada por el silencio que la poblaba en la oscuridad. Cuando ningún vagón atravesaba sus andenes.
Ahora echaba de menos su sitio. Pero aunque quisiera no podría volver a ocuparlo. Ya había pasado mucho tiempo de entonces. Ya había visto allí a niños perdidos y mendigos en sus últimos minutos de vida. Había visto como se drogaban los desperdicios creados por una sociedad que la había maltratado. Y como lloraban sus penas muchos hombres y mujeres.
Y, aún así, aquel era su sitio. Su hogar. Pero ya no podía ocuparlo.