Blogia
El Paraíso de los Anhelos Perdidos

Suspiros de un Sueño Olvidado

Todo parece tan distinto hoy. Me he despertado en una Tierra de Ensueño, donde el olor a tierra mojada era mi perfume y el susurro de la brisa llevaba mi nombre.

Me he despertado con la alegría de las princesas que habían dormido por mil años. Arropada por finas sábanas blancas, con los rayos del Sol colándose por las rendijas de mi persiana y bañando mi cara.

El café sabía distinto hoy. Como más dulce y fuerte, mucho más fuerte.

Había un pájaro observándome en la ventana. Uno de esos pequeñitos y castaños, un gorrión, creo. Nunca entendí mucho de pájaros, pero era bonito. Sonó un claxon y me sacó de mi ensimismamiento.

Me vestí rápidamente con una falda larga y una camiseta. Me peiné un poco el pelo y me di un poco de brillo en los labios. Cogí mi bolso y algunos caramelos y salí a la calle.

No es que tuviera nada que hacer, sencillamente quería pasear. Anduve calle abajo entre olores de pan recién hecho y cantos de pájaros. El día parecía tan hermoso y la gente tan gris.

La niña de la bicicleta me dedicó una sonrisa mientras que su madre aguantaba un gesto de completa seriedad e indiferencia. Esa mirada vacía fue como una oscura mancha en un buen día. Me resultó muy triste ver esa amargura ante la felicidad de su hija. Por un momento me entristeció, pero seguí adelante.

Una rosa cayó ante mí al doblar la esquina, la recogí del suelo y miré hacia arriba. Un niño se asomó de dos balcones más arriba y le sonreí, pero entonces sonó la voz de su madre llamándole y miró al otro niño que se había asomado junto a él. Los dos volvieron al interior corriendo. Me imagino la reprimenda por cortar los rosales de su madre y una sonrisa se dibuja en mi rostro.

Miro por un segundo la rosa. Es como si refulgiese de vida y color entre mis dedos. Su vibrante rojo está tiznado de finas gotas de rocío. Decido ponérmela en el pelo, pero como no es tarea fácil me valgo de mi reflejo en el escaparate de una librería.

Cuando termino de colocarme la rosa observo el escaparate más detenidamente y descubro un pequeño librito de pastas de cuero claro y repujado entre el resto de volúmenes fríos e inexpresivos. Y en sus portadas reza: “Cuentos Populares Celtas”. Decido entrar en la tienda y preguntar por el libro.

El librero es como un pequeño hombrecillo de principios de siglo. Vestido con ropas viejas y algo desgastadas hace juego con los libros de las estanterías. Cuando le pregunto por el libro se gira y levanta su vista a través de las polvorientas gafas. Una cara extrañada y una sonrisa son la primera respuesta. Luego se acerca al escaparate a recoger el libro mientras se queja de que la gente ya no aprecie los cuentos de antaño. Seguimos charlando mientras pago el libro y lo guardo en el bolso. Su tacto es suave y sus hojas apergaminadas guardan un suave olor a flores silvestres.

Vuelvo a la calle y siento el fluir de la gente, el devenir de las gentes de la ciudad. Y yo camino entre ellos, entre todas esas personas que desconozco, entre todas esas caras que nunca había visto. Y desciendo entre ellos a través de la boca del metro.

Susurros y brisas entre los pasillos de gente, entre las músicas de los que tocan en el metro. Mi pelo se mece suave entre todos esos movimientos como finos hilos a través de los suspiros de un amante.

Un ruido me estremece. Es como la llamada de un majestuoso coro de espíritus caminando, atravesando atados en una maraña de cadenas a través del profundo túnel. Y por un instante contengo la respiración y mi cara se ilumina con las luces que guían al coro. Mi pelo y mi vestido ondean a la vez que me giro a su paso.

Y a la vez que penetro en el vagón y veo todos esos rostros que me observan recuerdo. Recuerdo como si lo hubiese soñado ayer, lo que soné hace años.

Y lo veo. Veo el baile de máscaras al que asistí de niña. Veo todos esos rostros dorados volviéndose a mi paso y abriendo un pasillo ente mí. Veo como los danzantes de vestido azules y dorados me observan mientras camino entre sus pasos.

Todas esas mujeres de coloridos vertidos e intrincados peinados poseen un olor diferente, hecho de la esencia de todas las flores del mundo. Mientras que los hombres exudan una virilidad dulce e intrigante. Entre la danza de máscaras vislumbro peles de tizne azul y retorcidos cuernos.

A través de las oquedades de sus faces doradas sus ojos turquesas y malvas observan con dulzura mi caminar. Y mi eterno paseo entre las gentes termina ante una majestuosa mujer vestida de portentoso rojo y sentada en un trono de plata y oro. Me tiende su mano mientras se levanta, y yo la acepto y desciendo los escalones junto a ella. Y ambas caminamos hasta un espejo de marco dorado, y ahí puedo ver que yo también porto una máscara.

Me giro a la dama para ver como acerca sus manos a su cara para retirar su máscara dorada, y al resto de la gente del baile para ver que hacen lo mismo. Una luz surge de entre ellos, y refulge tanto que me ciega. Me vuelvo para mirarme en el espejo, pero ya no puedo ver.

Las puertas del vagón se abren y me dejo arrastrar entre la marabunta. Entre el nuevo rugir del coro de almas oigo un susurro, y por un segundo penetra en lo más profundo de mis oídos. Es como una lejana canción, como el canto de las sirenas en los oídos de Ulises, pero por alguna razón mis oídos sí están preparados para oírla, aunque no soy capaz de comprender su letra.

Su música es el sonido de la lluvia. Y la acompaña un suave olor a tierra mojada. Mientras salgo de la estación a la tenue luz del día noto el aire más húmedo, y siento el regusto del agua de la lluvia en mi boca. Y mientras camino a través de la plaza un fuerte viento se levanta, alzando las doradas y ocres hojas del otoño.

Y rompe a llover.

Con un fuerte rugido el agua comienza a calar la plaza. La gente corre rápidamente dejando vacía la plaza. Mientras yo alzo la vista para ver como las gotas transparentes y plateadas estallan contra mí.

De nuevo oigo la música exhalando tras de mí, me giro y un apuesto joven me tiende la mano, la cojo y ambos comenzamos a correr.

Su pelo es largo y rubio, y aún empapado es increíblemente liso. Sus ropas parecen las de un viejo caballero, una casaca de azul y plata y una camisa blanca. Miro hacia el cielo mientras corremos y veo como se precipita en forma de infinidad de lágrimas clara contra nosotros.

Cuando vuelvo a mirarle es mucho más hermoso y parece un auténtico caballero de antaño. Por un momento gira su mirada y me descubre dos ojos azules como el cielo del alba y tan profundos como el corazón del océano.

Tras correr entre muchas callejuelas llegamos a una vieja puerta de madera en un estrecho callejón. La abre, y comenzamos a bajar escaleras y escaleras hasta llegar aun pequeño arco y penetrar en un salón.

Él entra primero mientras yo sigo sus pasos.

Y siento la extrañeza cuando todos los presentes se giran y destierran de sus rostros las máscaras doradas a mi paso. Continuamos caminando entre los danzantes y sus máscaras desaparecen cuando se giran para mirarnos.

Los miro, mientras ellos me miran desde todos los ángulos de la sala, mientras continúan con su estancia y con su danza. Y al volverme le encuentro arrodillado, y ante mí la portentosa dama.

Viste un encorsetado vestido rojo que realza su fuerte figura. Su piel es tersa y brillante, y su mirada negra y profunda como un pozo en la más oscura noche. Sus cabellos forman una espesa melena de ondulados hilos de azabache recogidos al estilo de finales del XVIII.

Se levanta y desciende los tres escalones tendiéndome la mano, la recojo y la acompaño hasta el espejo del marco dorado, aún claro y brillante, como en mi sueño. Y en él puedo ver mi resplandeciente mirada y mi vestido blanco de oro y plata. Mi bolso es ahora un pequeño zurrón de terciopelo. Y sobre mí hay un brillante halo blanco.

Saco el libro del zurrón y una suave brisa pasa las hojas. Y así, encuentro mi historia.

Ahora, ya sé quien soy.


H.Utopía 14, 15 y 18 de Octubre y 7 de Noviembre 2003

0 comentarios