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El Paraíso de los Anhelos Perdidos

Infinidad

Recuerdo lo que sentí la primera vez que ví el mar. El mundo parecía eterno, infinito. Y sumamente abrumador. Siento esa misma sensación cada vez que me tumbo en los asientos de la estación en las noches despejadas. Esa sensación de que voy a resbalarme y a caer eternamente hacia el cielo estrellado.
La primera vez que ví el mar, todo parecía infinito. No estaban las montañas para darle un fin al mundo, para delinear un horizonte firme al que atenerse. No había más que un mar que seguía y seguía sin nada más a la vista que la basta inmensidad de sus aguas.
Me resulta tan extraño pensar que no somos más que ínfimas motas de polvo en un universo inabarcable. Me abruman tanto las cosas sin fin. Me gustaría tanto vivir para siempre, pero me asustaría tanto atenerme a una eternidad.
Es casi inpensable el cuestionarse lo que somos. Pensando que somos lo más pequeño del universo y a su vez somos todo él. Cuando pienso que nuestro cuerpo es heredero y reencarnación del polvo del que nacieron las estrellas, del cieno de los pantanos y del agua pura de las montañas. Y de las lágrimas de nuestros antepasados.
Cuando pienso que cada una de las partículas de nuestro cuerpo procede de un punto infinitamente distante de un universo inacabable. Cuando sueño con que no soy más que una mota en el eterno discurrir de algo infinito. Cuando recuerdo que soy parte de todas las cosas. Cuando duermo y veo que todas esas cosas son parte de mí. Es entonces cuando el mundo me abruma y comienzo pensar que lo comprendo.
Y es entonces cuando puedo comenzar a abarcar lo inabarcable.

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